Tenía la manía de defender la verdad.
Lo que usted llama caos es un fenómeno tan normal como el orden del que usted habla y al que ama tanto.
Lo que mejor se puede hacer hoy es estar callado sobre lo que sea.
La inmensa mayoría de nosotros se ve obligada a una hipocresía constante, convertida en sistema.
La historia de Vasia era muy distinta. Su padre murió en la guerra y su madre lo mandó a Petesburgo a casa de su tío, para que aprendiera su oficio.
Aquel invierno, su tío, propietario de una ferretería en Apraxini Dvor, fue llamado para una información al soviet del barrio. Se equivocó de puerta y, en lugar de entrar en la habitación indicada en la convocatoria, se metió en la contigua. Casualmente era la sala de recepciones de la comisión del trabajo obligatorio. Había allí una gran muchedumbre. Cuando el público reunido en aquella sala fue suficiente los soldados rojos rodearon a los presentes, los llevaron a pasar la noche en el cuartel Semionov y, a la mañana siguiente, los acompañaron a la estación para instalarlos en el tren de Vologda.
La noticia de tales detenciones no tardó en circular por la ciudad, y, al día siguiente, muchos familiares acudieron a la estación para despedir al detenido.
Este suplicó al centinela que lo dejase salir un momento para poder abrazar a su mujer. El centinela, el mismo Voroniuk, que escoltaba ahora al grupo en el vagón número catorce, no quiso dar su autorización sin tener la garantía de que el hombre regresaría al tren. Mardio y mujer propusieron dejar en rehenes al sobrino, y Voroniuk aceptó. Vasia fue conducido al interior del vagón y se dejó salir a su tío. Tío y tía desaparecieron.
Cuando se descubrió el engaño, Vasia, que no lo sospechaba ni remotamente, comenzó a llorar, se echó a los pies de Voroniuk y le besó las manos suplicándole que lo dejase marchar.
Lo que usted llama caos es un fenómeno tan normal como el orden del que usted habla y al que ama tanto.
Lo que mejor se puede hacer hoy es estar callado sobre lo que sea.
La inmensa mayoría de nosotros se ve obligada a una hipocresía constante, convertida en sistema.
La historia de Vasia era muy distinta. Su padre murió en la guerra y su madre lo mandó a Petesburgo a casa de su tío, para que aprendiera su oficio.
Aquel invierno, su tío, propietario de una ferretería en Apraxini Dvor, fue llamado para una información al soviet del barrio. Se equivocó de puerta y, en lugar de entrar en la habitación indicada en la convocatoria, se metió en la contigua. Casualmente era la sala de recepciones de la comisión del trabajo obligatorio. Había allí una gran muchedumbre. Cuando el público reunido en aquella sala fue suficiente los soldados rojos rodearon a los presentes, los llevaron a pasar la noche en el cuartel Semionov y, a la mañana siguiente, los acompañaron a la estación para instalarlos en el tren de Vologda.
La noticia de tales detenciones no tardó en circular por la ciudad, y, al día siguiente, muchos familiares acudieron a la estación para despedir al detenido.
Este suplicó al centinela que lo dejase salir un momento para poder abrazar a su mujer. El centinela, el mismo Voroniuk, que escoltaba ahora al grupo en el vagón número catorce, no quiso dar su autorización sin tener la garantía de que el hombre regresaría al tren. Mardio y mujer propusieron dejar en rehenes al sobrino, y Voroniuk aceptó. Vasia fue conducido al interior del vagón y se dejó salir a su tío. Tío y tía desaparecieron.
Cuando se descubrió el engaño, Vasia, que no lo sospechaba ni remotamente, comenzó a llorar, se echó a los pies de Voroniuk y le besó las manos suplicándole que lo dejase marchar.
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